“Te quiero, perdóname, tienes razón, confío en ti, te entiendo, ¿Cómo estás?, anímate” y otras tantas con las que haríamos un poco más felices a toda esa gente que día a día pasan por nuestras vidas.
¿Por qué nos cuesta tanto? ¿Por qué anteponemos el pecado de la soberbia a la virtud de la humildad? Tal vez la respuesta se encuentre en un exceso de autoestima, por la que el “TU” va quedando siempre en segundo lugar. Frase celebre la de Confucio es la de “Amar y reconocer los defectos de quien se ama y reconocer las buenas cualidades de quien nos odia, son dos cosas durísimas bajos el cielo”. Pocas personas son las que realmente tienen la capacidad y la valentía de gritar a los cuatro vientos sus pensamientos e ideas que le harían dueños de sus palabras y esclavos de sus silencios o al contrario.
Es una utopía que cada uno de nosotros pudiésemos expresarnos sin cortapisas, ni censura, con la libertad suficiente para dar opiniones o pedir perdón, sin sentirnos vencidos o ridículos y quizás solo sea cuestión de pundonor más que de sentimientos. El otro lado, tal vez el más oscuro es el que nos permite la crítica y sacar lo negativo de todo aquel que nos rodea, sin sonrojarnos ni apelar a la vergüenza.
El ser humano siempre está más dispuesto a ejercer el perfil más nocivo que el tolerante, así nos va como nos va, donde debería triunfar el amor y la amistad lo hace el odio y la aversión, puede que después de tanto millones de años habitando la tierra, aún no estemos preparados para vencer ciertas situaciones.
Por eso al despertar deberíamos comprometernos a expresar todo lo maravilloso que llevamos dentro, porque seguro que aunque sea una ínfima parte, todavía quedará alguien dispuesto a escuchar. Tal vez por la reciprocidad de la historia no debería ser tan difícil el esfuerzo.